martes, 30 de agosto de 2011

Muñecas

Acepté ver la colección de muñecas sólo por cortesía, no porque me interesara. La vieja acababa de adquirir uno de los extractores de jugo que ofrezco de puerta en puerta y ello me hacía sentir comprometido. Además, una de las reglas básicas de todo vendedor exitoso es la de no contrariar al cliente.
La casa era humilde, pero lucía ordenada y limpia. Había jarrones con flores frescas, varias imágenes religiosas colgaban de las paredes y una radio antigua descansaba en un rincón. Desde el principio el lugar me resultó sombrío, aunque no puede precisar el motivo.
Me levanté del sillón forrado de plástico y me dejé conducir por un estrecho pasillo hasta una puerta cerrada con llave. La vieja abrió y entramos en una habitación poco iluminada. El penetrante olor a perfume de violetas hizo que se me revolviera el estómago. Entre las sombras distinguí a las muñecas. Había de todos los tipos y tamaños. Algunas se apretujaban en los entrepaños que cubrían las cuatro paredes, otras se encontraban arracimadas en un diván, recargadas contra la pared o sentadas en el piso apoyándose las unas en las otras.
La vieja no ocultaba su orgullo.
Caminé entre esa multitud de rostros infantiles. Mi anfitriona corrió las cortinas para aclarar un poco el cuarto. Vi cientos de niñas rubias y morenas, de trapo y de plástico, con el pelo lacio o rizado, con sus zapatos brillantes, sus pulcros baberitos y sus vestidos impecables.
Esta es una de las primeras que tuve- dijo la vieja señalando una figurilla llena de encajes en cuyo inexpresivo rostro se advertía el brillo de la porcelana-. Mi papá la mandó traer directamente de Francia cuando cumplí diez años. Y esa otra, la que tiene la falda bordada, me la regaló mi hermano Francisco cuando estuve enferma. Eso fue en el año... Déjeme recordar...
La fragancia de violetas resultaba intolerable. Me sentí mareado, pero no quise interrumpir las explicaciones de la vieja, quien hablaba sin parar sobre su colección Yo miraba sin ver, paseaba la vista sobre la mesa de cuerpecitos inertes que ella había ido acumulando a lo largo de los años y de quienes se expresaba con tanta familiaridad. Entonces, fijé mi atención en dos de las muñecas, las cuales se distinguían del resto por su absoluta falta de gracia. Eran dos monigotes con los brazos torcidos, el pelo maltratado y la cara cenicienta.
Me acerqué para observar aquellas esperpénticas figuras. Ambas estaban vestidas de azul y llevaban listones rojos en la cabeza. Parecían fabricadas de cartón o de arcilla sin cocer. La boca se abría para formar una mueca ridícula. Al aproximarme más noté que las dos presentaban oscuras oquedades en el lugar donde deberían ir los ojos y la nariz. Fue entonces cuando, percibí, mezclado con el aroma de las violetas, un peculiar hedor, una exhalación putrefacta. Retrocedí aterrado.
Mascullando una excusa, salí de la habitación. Al pasar por la sala tomé mi caja de muestras y, sin mirar atrás, me lancé a la calle a toda prisa. En el cerebro resonaban con insistencia las palabras de la vieja: "Aquí están mis nenas".

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