martes, 20 de septiembre de 2011

La princesa y el plebeyo.

Era una vez en un reino de nombre del cual no me puedo acordar en este momento, había una linda princesita la cual ya estaba en edad de casarse. El rey mandó hacer saber a todos los príncipes de los diferentes reinados, que su hija buscaba esposo, que los espera en su castillo. Para conocerlos, la fecha llegó de la visita al rey. Llegaron príncipes de todas partes del mundo, trayendo consigo joyas bellísimas, telas hechas de la mejor seda del viejo Egipto, vinos preparados en los lugares más distantes del mundo, etc, etc, todos formando una fila interminable, para poder mostrar a la linda princesa todos sus regalos y dotes que traían, tardaron semanas en pasar uno, tras otro, uno tras otro, todos eran jóvenes, fuertes. Por la tarde la princesa salía a la aldea, acompaña de su padre para dar la bienvenida a todos, verla era como ver el sol sin que este te encandile, su cabello color trigo parecía extensiones de rayos de luz, sus ojos eran azules como el azul del mar, su mirada era tierna y llena de bondad, sus labios como una manzana madura, sus dientes eran tan blancos que parecían perlas, su piel blanca como las nubes y la espuma del mar, tersa como el pétalo de una rosa que todavía no abre en su plenitud. En fin, toda ella era una preciosidad, cualquiera que la viera se enamoraba de ella, este fue el caso de Joe, un plebeyo que una tarde que la princesa caminaba por la aldea del brazo de su padre, la miró y se emanoró perdidamente de ella y se formó como todos los príncipes que la pretendían, todos se reían de él, decían que un príncipe, por más pobre que éste era, le ofreció un castillo y joyas, muchas joyas, y la princesa lo rechazó. Qué puedes esperar tú, que eres un pobre diablo…, y soltaban la carcajada. Él, tranquilo no decía nada y callaba, cuando por fin le tocó el turno a Joe. Éste pasó ante la princesa y el rey, y dijo: yo, su Majestad no soy más que un humilde plebeyo que acata sus órdenes y les guarda infinito respeto. Yo no tengo nada que ofrecer, sólo un amor limpio y puro que no se compra con todo el oro del mundo, y una veneración que ni el más fuerte de los soldados le guarda. Yo si usted me elige a mí, le prometo que lucharé y trabajaré para saber ser digno de usted, mi lady. Le ofrezco el sacrificio de quedarme sentado bajo su ventana todo el tiempo que falte hasta el día de la boda. No importa cuánto tiempo pase, ahí estaré. El rey volteó a ver a su hija, que había quedado sorprendida con la seguridad con la que Joe le había hablado, y dijo que lo aceptaba a él. El rey, que quería mucho a su hija, le dijo: así sea, y pactaron la fecha de un año. Si en un año tú no te separas de la ventana de mi hija un segundo, te casas con ella, y todos aplaudieron, y gritaron viva el rey, viva la princesa, viva Joe. Así fue, a partir de ese momento a diario se le vio a Joe bajo del valcón de su amada, así hiciera frío o calor, lloviera o granizara, a él se le veía firme en su tarea, había quien pasaba a su lado y le decía que estaba loco, que no valía la pena tal esfuerzo por una mujer, ni siquiera por la princesa. Él sólo contestaba: nunca han estado enamorados como yo. De vez en cuando, la princesa se asomaba y con la cabeza hasía un gesto de aprobación. Así pasaron un mes, dos, tres, cinco, ocho, once meces, desde que se pactara el día de la boda. Toda la aldea estaba contenta, pues tendrían nueva soberanía, muchos llegaban a felicitar a Joe por su gran esfuerzo, le decían: el que persevera, alcanza, y cosas por el estilo. Faltaba una semana y ya preparaban la fiesta. Iba a ser grande, pues el hecho lo ameritaba, faltaba un día y ya barrían la aldea, hasían de comer… En fin, todo eran preparativos para la boda. Al otro día, muy de mañana, todos fueron a saludar a su nuevo rey, le gritaban vivas, hurras, pero el sereno no decía nada. Cuando faltaban sólo cinco minutos de su gran espera, él tranquilo selento, se echó sus cosas al hombro y se fue por un camino largo, largo, tan largo como su espera por la mujer que amaba. Atrás dejaba todo, la oportunidad de ser rey, dejar de ser un simple plebeyo, pero no no quiso, ni siquiera volteó para atrás cuando le gritaban que volviera. Un día lo encontró un niño de la aldea, y le preguntó el por qué de la larga espera… ¿por qué se fue sin decir una sola palabra cuando ya tenía el triunfo en las manos? ¿ por qué dejó a la princesa? Si decía que ella era su único amor, la única mujer que amo y a la única que amaría. Él, tranquilo, como siempre volteó y vio al niño y le dijo, no sin que antes una lágrima rodara por su mejilla: no me merecía, no merecía mi amor, no me perdonó una semana, un día, una hora, no merecía mi amor. Y se fue llorando con su sentimiento y su corazón destrozado... Esto es para tí, mi linda conejita... Te quiero mucho, pero ya no voy a rogarte... Te amo.

1 comentario:

  1. Hola Julia, muchas gracias!, ya te sigo y a mi también me interesaría leer tu Blog.
    saludos.

    Lú•

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